Es evidente que para los jóvenes cada vez es más complicado emanciparse en Barcelona. Desde que me mudé a la ciudad, hace nueve años, he compartido piso en diferentes barrios y cada vez ha sido más complicado hacer realidad el acceso a la vivienda. La precarización laboral, los altos precios de alquiler y las prácticas abusivas de los propietarios han provocado que vivir sola se convierta en una utopía y que un acuerdo justo entre arrendador y arrendatario sea casi imposible. Trataré de resumir mi experiencia en este ámbito, pero me gustaría dejar claro desde el principio que el mío no es un caso aislado. Un 30% de las viviendas de Barcelona se habitan bajo el régimen de alquiler y, desgraciadamente, ello supone que un gran número de personas, muy especialmente los jóvenes, sufran estos problemas en su día a día.
Mi primer apartamento lo alquilé en 2015, obviamente, con otros compañeros de piso. Cuando nos mudamos, el propietario estaba intentando adquirir el resto del edificio, con un total de seis viviendas. Solo le quedaba una por comprar cuando dejamos de vivir allí. Tuvimos varios encontronazos con él. El peor de todos fue cuando decidimos rescindir el contrato, tres años después. A pocos días de dejar el apartamento, recibimos un correo electrónico que nos amenazaba con llevarnos a juicio porque, según el administrador, la fianza de 750 euros que habíamos depositado en su día era insuficiente para cubrir los arreglos necesarios para volver a alquilarlo. Estos arreglos incluían pintar todo el piso, reparar un grifo por el que ya habíamos contactado con la inmobiliaria y bajar a la calle un palet y un taburete que dejamos en el interior. Aún hoy, cuando paso por esa calle, veo en el balcón el taburete. El miedo, el desconocimiento y la falta de medios nos llevaron a aceptar un acuerdo para evitar el juicio. Terminamos pagando 420 euros, además de la fianza.
Entonces quedó claro que, para que el alquiler entrase dentro de nuestras posibilidades económicas, había que convivir con más gente. Así que nos mudamos seis personas a un piso bastante grande que antes había sido una clínica. La propiedad había hecho una reforma muy cutre para que el local fuera considerado como una vivienda. Como es ilegal pedir dos fianzas, el arrendador exigió una garantía adicional, además de dos avales. El contrato también especificaba que la propiedad no se haría cargo de reparar ni las persianas ni la calefacción. El miedo a perder la fianza, misión imposible en Barcelona, nos hizo afiliarnos al Sindicato de Inquilinas. En ese momento, empezamos a entender cuán ilegal era no sólo nuestro contrato, sino también los de las personas de nuestro entorno cercano. Desde el Sindicato aprendimos a gestionar el fin del contrato y, aunque no conseguimos que nos devolvieran todo el dinero, recuperamos gran parte de él.
El año pasado, nos mudamos al piso donde vivo actualmente. Aunque algunas pudimos presentar un contrato de trabajo, eran tan precarios que la inmobiliaria no los aceptó y nos obligó a cada una de nosotras a presentar un aval. Por otra parte, pretendían que las inquilinas pagáramos los honorarios de la inmobiliaria, lo cual es ilegal cuando la propiedad es una persona jurídica —en este caso, se trataba de una institución cultural sin ánimo de lucro—. Intentamos negociar esta cláusula del contrato entre otras, pero no conseguimos llegar a un acuerdo. Aun así, aceptamos firmar el contrato. ¿Por qué? Sencillamente, porque no encontramos otros apartamentos con mejores condiciones. Actualmente, estamos de nuevo peleándonos con la propiedad para que no nos aplique la subida del IPC (Indice de Precios de Consumo) y la renta se mantenga por debajo del índice establecido por la ley de regulación del precio del alquiler.
Tanto el número de fianzas y avales que exige la propiedad como el precio de la vivienda ha aumentado significativamente en Barcelona durante estos últimos años, mientras las condiciones de trabajo siguen siendo muy precarias. Para ninguna de las personas con las que he convivido en este tiempo, el precio del alquiler ha sido inferior a un tercio de su sueldo. Este hecho complica la emancipación, hace obligatoria la opción de compartir piso y da lugar a una situación de inestabilidad vital mucho peor que la que vivieron nuestros padres a nuestra edad. Lo único que nos ha ayudado a mejorar nuestra situación y a enfrentarnos a estos abusos ha sido tomar consciencia de nuestros derechos y crear una red de apoyo mutuo para hacer menos agria la pesadilla de ser inquilinas en Barcelona.